viernes, 20 de marzo de 2009

Paradero desconocido

No estaba de humor para seguir cargando flores y globos condenados a nunca ser entregados, no estaba dispuesto a seguir maltratando las palmas con los espinosos amarres decorativos, tampoco quedaban muchas ganas de soportar los miramientos, los celos, los maltratos, las desesperanzas y la ilusión destruida en medio de continuos apagones terroristas.

Al bus se han subido ladrones de carreteras, monstruos de ultratumba, pasajeros indolentes que te ilusionan con su compañía y luego te abandonan cerca a la casa de Dios, sufridas mujeres que prefirieren matar su vientre en vez de dejarte enseñar a caminar, esposas con crédito madrugador que atestiguan ataques de demonios y duendes, amigas por montones que sólo quieren estar a tu lado a cambio de silencio, paciencia y resignación.

Las prohibiciones no sólo figuran en la señalización, no pases, no cruces, no des vuelta en U, no te detengas en paraderos informales, cuidado zona escolar, no adelantar, no ir a más de 60 kilómetros por hora, no lo hagas, no dejes de hacerlo. También están dentro de la 12, no me mires, no me llames, no vengas, no llegues tarde, no te quedes dentro, no te sientes, no te pares, no lo hagas, no dejes de hacerlo.

También desde fuera y en carteles publicitarios gigantes, una mirada de ojos pequeños te desnuda y regresa a la realidad cuando te lanza la mano, te aprieta el corazón y de modo imperativo te exige no tener esperanzas, detenerte a media cuadra, bajarte e irte a rebuscar en lo que te quede de pasado, aquella sobra de amistad.

“El mejor recuerdo que tengo de ti es tu ausencia y quiero que siga siendo así”. Brutal sentencia que debió dejar la huella apretada sobre el asfalto, una muestra fósil y prematura del undécimo mandamiento.

El bus se ha detenido, el paradero es desconocido, no hay chofer, no hay pasajeros, no hay esperanzas, las sentencias se leen por doquier en las calcomanías rutilantes pegadas sobre el óxido del metal y recuerdan hasta a la letra de una canción “amigos para que maldita sea, a un amigo lo perdono pero a ti te amo”. La ventanilla se opaca impotente frente al sudor de la frente y la cadencia de gemidos lacrimógenos, ahora peor, es más difícil reconocer si el fulgor amarillo fuera del bus es el derrotero hacia el mago de Oz o se trata de la luz del semáforo que señala, una vez más, no tener la seguridad de continuar o detenerse.

jueves, 5 de marzo de 2009

El extraño caso del bus oscurecido

Las sombras de los gallinazos que sobrevolaban el cielo limeño se confundían con el asfalto de la Avenida Abancay, espesas manchas aladas se iban fundiendo sólo para incrementar su tamaño a escala descomunal y cubrirlo todo; de a poco el ya enrarecido firmamento capitalino se enlutó hasta el negro más intenso, la oscuridad llegó como si aquellas aves carroñeras avanzaran galopando sobre azabaches corceles mientras picoteaban sus crines putrefactas.
El sistema fotosensible de las luces de la ciudad se activó y los inmensos reflectores colocados en lo alto de los postes se encendieron. El esfuerzo tecnológico en pos de una buena iluminación estaba muy por debajo del esfuerzo mecánico de los ojos para ver con claridad lo que les circundaba, la media luz permanecía aunque ahora con una casi nula intensidad.
Abelardo y sus ocasionales acompañantes veían poco o nada más allá de sus miradas, sólo eran tangibles al sentido ocular otras oscuridades más intensas que la de la avenida, sombras sigilosas se adivinaban por las ventanas; el bus avanzaba lentamente, tanto como le permitían sus faros sin revisión técnica.
El silencio también era crepuscular, se había acoplado perfectamente a la negrura que cubría la ciudad y no dejaba adivinar las formas de quienes producían atisbos de sonido allá afuera ni siquiera dentro, todo parecía gutural y onomatopéyico, roñoso y primitivo. Alguien, de pronto, lanzó un alarido en si la fa sol sostenido.
Mientras duraba el grito con desgarro muscular, acuchilló tímpanos cerosos, espantó corazones nerviosos, apuntaló fantasmagorías en los sesos sensibles y fragmentó la hipotética calma hasta el momento mantenida. Nadie pudo adivinar el lugar exacto del epicentro, si dentro o fuera del autobús, ahora todos temblaban.
Mientras la cordura imploraba calma, un sonido seco abolló el techo del bus, Abelardo cogió por el brazo al vecino de al lado, el vecino de al lado apretó los dientes, Abelardo se pegó al vecino de al lado, el vecino de al lado se esfumó por la ventana. Algo, una sombra, un enigma, un ser de fuertes extremidades lo había halado fuera del bus dejando la sensación de soledad suprema en Abelardo Sánchez Natividad.
Los siguientes acontecimientos se atropellaron entre si, una sucesión de eventos comenzaron a ocurrir al unísono, varios gritos fueron apagados espontáneamente tan pronto como comenzaron, todo ello seguido por el trastabillar de cuerpos pesados sobre la carrocería del bus, el chofer presionó el acelerador tanto como le dieron las fuerzas, varios cuerpos sucumbieron a la inercia y se derrumbaron en el pasillo, de bruces, de espalda, de cabeza, unos contra otros, apretándose, abollándose, crepitándose los huesos, vulcanizando sangre.
El bus comenzó a bambolearse de izquierda a derecha y de derecha a izquierda repentinamente golpeado por los costados, cuerpos voluminosos se apeaban al metal y por las ventanillas introducían sus manos, sus garras, tratando de coger a alguien; los que aún quedaban en pie o sobre sus asientos apartaban los tentáculos cerdosos del modo como podían, mordían, empujaban, arañaban, se les desgarraban trozos de carne y algunos bultos abominables caían a la acera con pedazos de sus víctimas entre los dedos. Abelardo sólo había sufrido la pérdida de algunos vellos del brazo y un botón de la camisa, trataba de mantenerse en el medio, trataba de no ser alcanzado.
No pasado mucho tiempo, las escasas luces sobrevivientes dentro de la 12 tintinearon y terminaron de apagarse, lo mismo sucedió con los faros y los postes, parecía que la tiznada oscuridad había copulado con la vespertina penumbra, todo se tornó de color negro absoluto. Con el apagón final devino la parada del bus y todos los gritos del mundo se concentraron en las gargantas de los tripulantes.
Abelardo quedó tendido en el suelo, sudando mares de lágrimas por todo el cuerpo salado, puso debajo de él el globo metálico y las flores tratando de darles la última protección ante la incertidumbre. El silencio nuevamente sucumbió dentro del bus, las sombras extrañas comenzaron a extinguirse y con ello la claridad fue llegando, lentamente, a cuentagotas, cada una de las tinieblas se diluían en la densidad de la luz. La visualización del ambiente pronto fue posible y el panorama que se descubrió tras la llegada de la luminiscencia era tanto o más aterrador que la experiencia antes vivida; cuerpos regados, personas desaparecidas, sangre a borbotones, rostros desfigurados, organismos cercenados, pedazos de piel acoplados a las ventanas. Abelardo, antes mustio frente al espectáculo sintió curiosidad al tratar de adivinar el modo cómo alguien asiendo el brazo derecho al pasamanos del techo había logrado agarrarse de tal modo que se mantenía aun aprisionando el tubo metálico aunque había pedido el resto del cuerpo.
Sánchez Natividad volvió a su asiento, limpió la sangre sobre él y se afirmó apacible ante la noticia de que ya todo había pasado; miró al chofer encorvado frente al volante, se acercó a él, le tocó la espalda y el conductor dando un lento giro de cabeza lo observó con enormes ojos enrojecidos y abriendo la boca le mostró sus largos colmillos sangrantes.
La luz nuevamente se apagó.