jueves, 5 de febrero de 2009

Torrencial

Abelardo tenía los pies mojados, no lo hubiera notado si esa bocanada de aire frío no ingresaba por la ventanilla del bus, sintió congelarse de pronto, miró al suelo y estaba hundido hasta los tobillos, se volteó para ver a los demás pasajeros y todos estaban montados sobre sus asientos sin chistar.

Cada vez que alguna de las puertas del bus se abría disminuía el caudal, se escapaban chorros líquidos y se desparramaban sobre la pista, sobre la vereda, sobre las extremidades de los que subían, nadie parecía notarlo, entraban salpicándolo todo y ocupaban algún lugar vacío, abrían el periódico o cerraban los ojos tratando de echarse una siesta hasta su paradero final.

Hubo un largo trecho sin abrir las puertas, un embotellamiento impedía que la 12 pueda avanzar, el bus se quedó impávido sin poder moverse, ni un centímetro. Por esos varios minutos las aguas comenzaron a trepar, no tenían por dónde salir; Abelardo, aterrado, se subió sobre su butaca y desde ahí veía como el nivel del líquido comenzaba a ascender,  veía también como nadie se incomodaba por lo sucedido, todos estaban mojados más allá de las pantorrillas, casi hasta el vértice que se frunce detrás de las rodillas.

Pronto el bus logró avanzar y a unas pocas cuadras descendieron dos pasajeros, las portezuelas metálicas se separaron haciendo un feo ruido por la fuerza que les impedía abrirse, todos al unísono voltearon la mirada pensando que había sucedido algún accidente, luego, al ver que nada estaba roto continuaron con sus rutinas. El elemento acuoso resbaló estrepitoso hasta casi descargarse por completo, cuando las puertas volvieron a cerrarse el bus se volvió a llenar.

Nadie a bordo parecía darse cuenta de lo que sucedía, Abelardo miró hacia la avenida y todo estaba seco, levantó la cabeza y no vio goteros, todo ocurría dentro y no habían visos aparentes del motivo del aguacero. Aquel incidente le causaba turbación, se bajó de su asiento y se sumergió otra vez hasta el tobillo; dentro de ese pantano cristalino, helado, caminó hacia el chofer intentando preguntarle algo. Antes de llegar hacia el conductor una imagen sobre el retrovisor llamó su atención, fijó la mirada y descubrió su rostro sobre el espejo, además de que todo era por culpa de él mismo.

De sus ojos manaban cantidades descomunales de lágrimas, sus dos nichos visuales parecían cuencas de las que brotaban cataratas, galones de lágrimas salían expulsados a borbotones regándolo todo; con ambas manos se cubrió el rostro tratando de contener aquel torrente lacrimógeno pero con la vista obstruida no podía darse cuenta si se había detenido la precipitación. Observó nuevamente su reflejo en el espejo y todo seguía igual, chisgueteaba aún una abrumadora cuantía de humores acuosos y salados. Abelardo probó su llanto y era real, caminó de espaldas hasta su asiento y se dejó caer sobre él, descubrió que estaba llorando y nadie lo había notado, había pasado desapercibido por toda la humanidad contenida en la 12 del mismo modo como no podían advertir las estrellas a la luz del día, se resignó, recogió ambos pies sobre su asiento, escondió la cabeza entre las rodillas, dio un suspiro y comenzó a gemir largamente, ininterrumpidamente, estaba triste porque él tampoco se había dado cuenta de aquel llanto que comenzaba a amenazar con ahogarlo dentro del bus.

1 comentario:

Mustango dijo...

asi es, el mundo no se da cuenta de los pesares de uno, porque el mundo seguirá adelante aunque no este uno, pero uno no puede seguir adelante si siente el pesar del mundo